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Tres santos

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Nos acompañarán por siempre. Estuvieron aquí participando con su inteligencia y su entusiasmo, pero nos han dejado legándonos momentos de insuperable magnanimidad. San Miguel, diríamos, san Francisco y san José, que seguirán entre nosotros.

    Miguel León Portilla, el primero de ellos, falleció el primero de octubre pasado luego de pasarse un año en paseos de hospitales y convalecencias. Nacido 93 años atrás, don Miguel se erigió como un santo de redención del “México profundo”, pues al renunciar a la profesión de fe decidió entregarse al estudio del mundo indígena que pervive en nuestra sociedad en continuo mestizaje.

    Autor de libros fundamentales como Los antiguos mexicanosVisión de lo vencidos y Trece poetas del mundo azteca, León Portilla deambulaba por la vida como un hombre de bien. Discípulo de Angel María Garibay, sobrino del arqueólogo Manuel Gamio, don Miguel abandonó el claustro jesuita donde para decidirse por el rescate del legado indígena (esencialmente el nahua).

    Era un hombre afable, sabio y bonachón. Nunca eludía los momentos de buen humor. Alguna vez, en una reunión de investigadores, hizo notar la ausencia de dos maestros recientemente fallecidos, a lo que apostilló: “Como que se está muriendo mucha gente que antes no se moría”.

    De algún modo se convirtió en “lengua” de los indios de entonces (que no eran “indios”, por cierto), y al hacerse nahuatlato pudo interpretar cientos de escritos y códices de aquel tiempo, los siglos XVI y XVII, cuando fraguó la nación mexicana y su emblema supremo, la Virgen de Guadalupe, heredera de la devoción a la madrecita Tonantzin.

    San Francisco (López) Toledo fue un predestinado. Nacido 79 años atrás en el indómito Juchitán, el juvenil zapoteco fue siempre un buscador de la pureza primitiva. Ya lo hemos comentado… siendo niño, para salvar la vida, el muchacho fue enviado a Minatitlán con unas tías, y así salvarse de la vendetta local que ya había cobrado la vida de varios parientes. Los “López”, de prosapia talabartera, fabricantes de huaraches y guarniciones de montura.

    El santo niño, por lo mismo, creció con alma taciturna. Sabiéndose tocado por los hados, no perdía oportunidad de mirar el entorno. De ese gusto por observar en soledad es que le nació la afición por los lápices y el papel, donde reproducía las sabandijas que acompañaban sus andares… sapos, liebres, grillos y cangrejos. Mustio, ensimismado, fue un aliado franciscano de la Naturaleza. La intemperie que habita en sus grabados. Luego de curtirse en los museos de París y Florencia, aprendió que lo suyo no era la santidad renacentista a lo Caravaggio y Gentleschi sino la voluptuosidad instintiva de las alimañas… que somos, de algún modo, todos nosotros.

    Valedor de las tradiciones locales, del tamal ante las hamburguesas, fue un generoso protector de los artistas oaxaqueños, a quienes legó, entre otras mutualidades, el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (el IAGO).

    San José de los excesos, podríamos llamar a nuestro apóstol de la consagración, porque José Sosa (bautizado así), fue un mártir inmolándose en los placeres de la cama y el coñac. Qué triste decirlo así (y decirnos adiós, presagiando el final), porque el “Príncipe de la canción” nutrió la vida sentimental de por lo menos dos generaciones.

    Prendíamos el radio y allí estaba, en los programas de la tele, en el taxi… “amor, amor, que te pintas de cualquier color”, “ya lo pasado, pasado; no me interesa”, “qué triste todos dicen que soy, que siempre estoy hablando de ti…”

    La suya fue una vida arrebatada, nutrida de besos y desvelos, digamos que estupefacientes y aguardientes de todas las marcas. Tres matrimonios, todos los desvelos, el funeral de su padre (cantante de ópera) consumido por la cirrosis. Para afirmarse debió llevar el nombre dos veces y vivió poco más de setenta años. Era un jovencito cuando en el Festival de la Canción Latina se consagró con “La nave del olvido”, y meses después fue la apoteosis al entonar la composición de Roberto Cantoral, “El triste”.

    Se va 2019 y no hay santo que lo detenga, o le cante como el jovencito arrasado… “espera un poco, un poquito más”.

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Escritor y periodista o periodista y escritor, David Martín del Campo, combina el conocimiento con el diario acontecer y nos brinda una deliciosa prosa que gusta mucho a los lectores. Que usted lo disfrute.

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